versiones.
Me han habitado varias.
Solía latigarme, reclamándole a mis versiones más jóvenes cada uno de los errores que, a mi entender, habían cometido. Sí, tan fácil eso del auto sabotaje y el auto herirnos, o el presionarnos con estándares que jamás en la vida intencionaríamos con otras personas. En eso he sido una experta. Me estuve limitando a pensar que esas versiones pasadas debían ser categorizadas en un estricto orden de buenas o malas. Pero una de mis versiones más recientes me enseñó a reconocer que ninguna caía en el famoso binomio que mucha gente adora utilizar para encajonar la complejidad humana. A pesar de que todavía tengo mis momentos en los que el auto castigo es casi la orden del día, puedo decir que ahora son más las veces en las que reconozco esas versiones con humanidad y compasión, mientras antes lo hacía con rencor y vergüenza. Ahora las veo y entiendo que cada una experimentó distintos contextos, distintas soledades, distintos dolores y distintas felicidades. Y cada una de ellas trabajó con lo que pudo y tuvo en su momento.
Hoy me diferencio de muchas de esas versiones gracias a la madurez que poco a poco he ido desarrollando, pero la realidad es que continúo siendo hogar de cada una de ellas. Me acompañan a tomar café todos lo días. Me ayudan a separar la ropa entre blancos y colores, a picar la cebolla y a echarle agua a las plantas. Me velan el sueño por las noches y me despiertan a coro durante las mañanas. Me debo a cada una de ellas. A cada uno de sus tropiezos, de sus cuestionamientos y a sus ganas de soñar mundos. Les debo, y a su vez, me debo muchas flores y abrazos, por llegar a este preciso instante en el que escribo estas palabras. Gracias a ellas, las que fui y las que soy, a esas mismas que me transportaron hasta aquí.